Quiero, Luego No Puedo

Deseo, parálisis y bienestar en la era de la ansiedad

Introducción
Vivimos en la era de la ansiedad. Una época en la que queremos tanto –experiencias, logros, certezas–, pero en la que a menudo no podemos. Esta contradicción se siente en la boca del estómago de millones de personas jóvenes: un nudo hecho de deseos insatisfechos y miedos difusos. “Quiero, luego no puedo” resume el sentir de quien sueña con comerse el mundo pero se encuentra paralizado ante él. Nunca habíamos gozado de tantas libertades formales, tantas opciones y caminos; sin embargo, la sensación de bloqueo es real. Nos criaron diciéndonos “puedes ser lo que quieras”, pero al enfrentarnos a la realidad, la promesa ilimitada se transforma en vértigo. Este ensayo propone un viaje reflexivo por esa encrucijada contemporánea entre el deseo ardiente y la parálisis ansiosa, con la brújula de pensadores como Freud, Lacan, Erich Fromm, Byung-Chul Han, Axel Honneth, Richard Sennett o Daniel Innerarity, entre otros. No será un recorrido académico al uso, sino una exploración honesta, cercana y crítica, pensada para jóvenes que buscan entender su malestar y quizás, solo quizás, vislumbrar caminos hacia un mayor bienestar. Empezamos reconociendo una verdad incómoda: estamos cansados, asustados y bloqueados, pero también llenos de anhelo y potencial.

1. El motor del deseo: fuego que impulsa y quema

El deseo humano es un motor poderoso. Desde la perspectiva psicoanalítica clásica, Sigmund Freud vio el deseo (ese Trieb o pulso vital) como la energía que subyace a nuestras acciones, incluso cuando no somos conscientes de ello. Jacques Lacan, decodificando a Freud a través del lenguaje, llegó a afirmar que “el deseo es el deseo del Otro”, señalando cómo nuestros anhelos se forman en relación con los demás, con lo que creemos que ellos esperan o poseen. ¿Qué significa esto? Que muchas veces queremos lo que queremos porque buscamos amor, aceptación o reconocimiento. Imaginemos a un joven que desea ser artista. ¿De dónde nace ese deseo? Tal vez de una pasión sincera, pero también de querer ser admirado, de demostrar su valor al mundo. El deseo, en ese sentido, es un fuego que impulsa nuestras vidas dándoles dirección y sentido. Sin deseo, no habría proyectos ni metas; estaríamos apáticos. En un mundo ideal, desear significaría siempre avanzar: “quiero, luego puedo”, como un acto seguido natural.

Sin embargo, el mismo fuego que ilumina puede quemar. Lacan advertía que el deseo es, por definición, insaciable: siempre está orientado hacia algo que falta, hacia un objeto imposible de alcanzar plenamente. Cuando logramos aquello que anhelábamos, el fuego del deseo se desplaza a otra cosa, a otro horizonte. Esta naturaleza movediza del deseo puede generar frustración. Pensemos en alcanzar una meta –entrar a la universidad, conseguir un empleo soñado, iniciar una relación amorosa– y descubrir, tras la euforia inicial, que ese logro no nos hace felices para siempre. Pronto emerge un nuevo deseo, una nueva carencia. Así, el deseo es motor, pero también puede ser trampa: una rueda de hámster emocional en la que corremos sin llegar a un estado de satisfacción permanente.

En la sociedad contemporánea, esta dinámica se exacerba. La cultura del consumismo y las redes sociales inflaman constantemente nuestros deseos. Vemos a otros viajar, triunfar, exhibir vidas perfectas, y sentimos que nos falta algo. Byung-Chul Han, filósofo contemporáneo, dice que vivimos en una “sociedad del rendimiento” donde se nos insta a desear más, producir más, ser más. El sistema necesita que deseemos sin parar: nuevos gadgets, más éxito, más validación en forma de “likes”. El deseo deja de ser un deseo auténtico del corazón para convertirse en un mandato externo: “¡sé el mejor, destaca, sé feliz (pero según este estándar)!”. En este punto, el deseo deja de liberarnos y comienza a esclavizarnos.

¿Cómo nos afecta esto emocionalmente? Por un lado, sentir deseo es estar vivo: nos conecta con la esperanza. Pero por otro, el exceso de deseo insatisfecho genera angustia. Freud, en su obra El malestar en la cultura, ya señalaba que la cultura exige postergar y restringir muchos deseos individuales en pos de la convivencia social, lo cual nos deja inevitablemente insatisfechos. Han ampliaría esto diciendo que ahora no es solo la represión externa, sino una autoexplotación voluntaria: nos convertimos en tiranos de nosotros mismos, exigiéndonos alcanzar ideales deseados que quizás ni siquiera son genuinamente nuestros. Este choque interno –entre lo que de verdad anhelo y lo que “se supone” que debo anhelar– es terreno fértil para la ansiedad.

Entonces, el deseo es un fuego dual. Nos impulsa a crecer y a crear, pero mal gestionado puede quemarnos con frustración y dependencia. Reconocer esta ambivalencia es fundamental. Significa darnos permiso para desear –¡claro que sí, soñemos!–, pero también aprender a convivir con la falta, con esa cuota inevitable de vacío que ningún logro llenará por completo. En vez de vivir el vacío como carencia paralizante, podríamos verlo como espacio para la sorpresa, para nuevos significados. Es fácil decirlo y difícil practicarlo. En las siguientes secciones veremos por qué a veces, aun entendiendo todo esto, nos quedamos bloqueados.

2. Parálisis por análisis: cuando la libertad asusta

Imagina estar en una tienda de caramelos con cientos de sabores. Al principio es emocionante, ¿verdad? Pero después de un rato, la abundancia de opciones puede abrumarte tanto que acabas sin elegir nada. Este fenómeno, a pequeña escala, ilustra una de las paradojas de nuestra era. Erich Fromm, en El miedo a la libertad, ya en 1941 observó algo parecido: cuando las personas se ven liberadas de las viejas estructuras (tradición, religión, autoridad), ganan independencia pero a la vez pueden sentir una inseguridad enorme ante tantas posibilidades. Fromm lo llamó “miedo a la libertad”. Ahora ya no hay un camino único dictado por tu cuna o tu comunidad; tú debes construir tu vida a medida, decidir quién ser. Eso suena fantástico, pero en la práctica es aterrador. ¿Y si me equivoco? ¿Y si elijo mal entre tantas opciones? ¿Y si fracaso estrepitosamente porque mi vida depende enteramente de mis decisiones?

La situación puede llevar a la parálisis por análisis: darle vueltas y más vueltas a las decisiones importantes (y a las triviales también). Muchos jóvenes posponen dar pasos –cambiar de carrera, iniciar ese proyecto personal, terminar una relación insana, independizarse– no por falta de deseo, sino por exceso de cavilación y miedo a perder. Es como tener el coche encendido pero no soltar nunca el freno de mano. Cuanto más piensas en los pros y contras, más consciente eres de los riesgos, y más te asustas de actuar. Mientras tanto, la vida pasa. Y esa es otra fuente de angustia: la conciencia de estar estancado viendo cómo otros avanzan.

Ahora bien, no toda la culpa es de uno. Richard Sennett, en La corrosión del carácter, describe cómo el capitalismo moderno –flexible, volátil– ha cambiado las reglas del juego vital. Antes, quizás en la época de nuestros abuelos, la vida tenía etapas más definidas y estables: estudios, trabajo fijo casi de por vida, familia, jubilación. Hoy ese guion se ha roto. La incertidumbre laboral es la norma, los proyectos son cortoplacistas, la identidad profesional y personal se hacen líquidas. Sennett argumenta que esto corroe el carácter porque dificulta construir narrativas coherentes sobre quiénes somos. Si hoy trabajo en algo, mañana quizás en otra cosa; si hoy vivo aquí, mañana allá. Todo cambia rápido. En este contexto, muchas personas sienten que no pueden planear ni comprometerse a largo plazo. ¿Para qué voy a echar raíces –en un empleo, en una ciudad, incluso en una relación– si el mundo entero parece temporal? Esta mentalidad de transitoriedad puede llevar, paradójicamente, a la inacción: me quedo quieto esperando claridad, pero la claridad no llega porque la niebla es propia del sistema, no un fallo personal.

Hay un concepto en psicología llamado “indefensión aprendida”: cuando alguien, tras experimentar repetidos intentos fallidos por cambiar algo, termina por rendirse y ya ni siquiera lo intenta aunque las condiciones mejoren. Algo así puede pasarnos a nivel generacional. Hemos visto crisis tras crisis –económicas, sociales, sanitarias– y da la impresión de que nuestro margen de control es mínimo, de que “no importa lo que hagas, el mundo te golpea igual”. Esta sensación indefensa alimenta la parálisis. Axel Honneth, filósofo de la escuela de Frankfurt, aporta otro ángulo: la falta de reconocimiento. Según Honneth, para desarrollar una identidad sana necesitamos ser reconocidos (valorados, respetados) por otros y por la sociedad. En un contexto donde muchos jóvenes sienten que da igual lo que hagan, nadie va a valorarlo o a darles su lugar, es comprensible que opten por no hacer nada. ¿Para qué esforzarse si no llegaré a ningún lado, si seré invisible de todas formas?

¿Estamos condenados a la parálisis? No necesariamente. Pero superar ese bloqueo requiere algo de rebeldía personal: atreverse a elegir y asumir las consecuencias. Fromm diría que la verdadera libertad implica aceptar la responsabilidad de uno mismo. Esto significa que quizá me equivoque, que tal vez elija un camino y luego descubra que no era “el definitivo” –¡y está bien!–. Significa también aprender a hacer las paces con la incertidumbre, desarrollar tolerancia a la ambigüedad. En el fondo, moverse a pesar del miedo es un acto profundamente valiente. Pequeños pasos son mejores que ninguno. Y aunque el contexto sea líquido y precario, cada decisión nos enseña algo y nos permite construir aunque sea un puntito firme en el mapa de nuestra vida. En la siguiente sección, veremos cómo el contexto de ansiedad generalizada y agotamiento hace aún más difícil dar esos pasos, y qué podemos hacer al respecto.

3. La era del cansancio y la ansiedad

Estamos ansiosos y cansados. Es una constatación que se repite en conversaciones casuales, consultas de psicólogos y titulares de prensa. Byung-Chul Han describió nuestra sociedad como “la sociedad del cansancio” (título de una de sus obras), donde paradójicamente ya no es el “deber” disciplinario el que nos enferma (como en la vieja sociedad de la disciplina), sino un exceso de positividad y auto-exigencia. Hoy todo es “puedes lograrlo si te esfuerzas”, “sé la mejor versión de ti”, “aprovecha cada instante productivamente”. Este mandato de rendimiento constante nos deja extenuados. El agotamiento físico, mental y emocional se vuelve crónico. Y un cuerpo y mente cansados son terreno fértil para la ansiedad.

La ansiedad es ese estado de inquietud difusa, de alerta constante sin un peligro concreto. En la era de la ansiedad, pareciera que nunca podemos relajarnos del todo. Si descansamos, sentimos culpa por no estar siendo “productivos”. Si trabajamos, sentimos que no es suficiente, que otros lo hacen mejor. Si nos divertimos, pensamos en lo que nos espera mañana. Nuestra generación vive con el teléfono en la mano, bombardeada de información constante –incluyendo malas noticias globales que antes no nos habríamos enterado–. El resultado es una sobrecarga sensorial y emocional. Daniel Innerarity, filósofo español, habla de cómo nuestra sociedad es altamente compleja e incierta; manejamos más información de la que podemos digerir, y el futuro se nos presenta opaco. Esto, sumado a las expectativas sobre nosotros mismos, genera un caldo de cultivo para la ansiedad como quizás nunca antes.

Gráfico 1: La satisfacción con la vida varía según el país (en una escala de 0 a 10). En países del norte de Europa, como Dinamarca, las personas reportan en promedio niveles más altos de satisfacción vital, mientras que en otros países, como Bulgaria, las puntuaciones promedio son menores. Esto refleja diferencias en condiciones de vida, apoyos sociales y quizás expectativas. Sin embargo, incluso en los países más satisfechos, la ansiedad y el estrés hacen mella, mostrando que el bienestar material no siempre inmuniza contra el malestar emocional.

Los datos respaldan esa sensación de malestar extendido. Encuestas europeas recientes señalan que casi la mitad de los jóvenes ha experimentado problemas emocionales (ansiedad o depresión) en el último año. No es poca cosa: hablamos de una epidemia silenciosa de ansiedad. Y aunque la ansiedad es democrática –afecta a personas de todas clases sociales–, sus detonantes a menudo están relacionados con el sistema en que vivimos. El mercado laboral precario, las crisis (como la financiera de 2008 o la pandemia de 2020), el cambio climático y su incertidumbre, la presión por destacar… Todo suma. Imaginemos a una chica de 25 años, con estudios, encadenando prácticas o contratos temporales mal pagados, viendo cómo pasa el tiempo sin poder emanciparse ni cumplir las expectativas que tenía de sí misma. La ansiedad en ella no es solo “química cerebral”; es una respuesta comprensible a un contexto que no ofrece seguridades.

Por supuesto, la ansiedad también tiene un componente subjetivo. Hay quienes, en entornos similares, manejan mejor la incertidumbre y otros peor. Aquí entra en juego la resiliencia, esa capacidad de adaptarse a situaciones adversas. Algunos la entrenan mejor, tal vez gracias a redes de apoyo (familia, amigos, comunidad) o a rasgos de personalidad. Pero cuidado con individualizar el problema: decirle a alguien con ansiedad “debes ser más resiliente” sin reconocer las causas estructurales sería injusto. Byung-Chul Han alerta que esta retórica termina culpabilizando al individuo (“si estás mal es que no te sabes autogestionar, ve al mindfulness, corre 10km, medita…”) cuando quizás lo que necesitamos es cambiar las condiciones que generan ese malestar.

Gráfico 2: Porcentaje de personas que se sienten “libres para decidir su vida” versus “bloqueadas o sin control”, comparando varios países. En Dinamarca, una mayoría contundente reporta sentirse libre y dueña de sus decisiones vitales, mientras que en países con más dificultades socioeconómicas, como Polonia o Portugal, una porción mayor de la población siente que su vida está marcada por bloqueos o falta de control. Estas percepciones se relacionan con factores culturales, económicos y hasta políticos, mostrando cómo el contexto influye en la sensación subjetiva de libertad.

Mirar el panorama europeo comparativamente nos da pistas interesantes: en sociedades con mayor bienestar material y redes de seguridad (por ejemplo, países nórdicos), la gente tiende a sentirse más autónoma y menos angustiada por el futuro, mientras que en países donde predomina la precariedad, es más común esa sensación de “la vida me pasa, no la controlo”. Sin embargo, incluso en lugares privilegiados, la ansiedad no desaparece. Hay un fenómeno conocido como “paradoja escandinava”: países como Suecia o Finlandia, con altísimos estándares de vida, reportan también altos niveles de depresión o ansiedad. Esto sugiere que el bienestar tiene múltiples dimensiones: la material es importante, pero la emocional y la de sentido de vida también lo son, y no siempre caminan al mismo ritmo.

Hemos hablado de jóvenes, pero ¿qué pasa con otras edades? La ansiedad se manifiesta en todas las generaciones, aunque a cada cual a su manera. Muchos padres de jóvenes actuales, aunque tuvieron contextos diferentes, hoy comparten la incertidumbre: ven a sus hijos navegar un mundo complejo y sienten también angustia por ellos. Los mayores enfrentan la ansiedad de la soledad o la irrelevancia en una sociedad obsesionada con lo nuevo. La era de la ansiedad nos atraviesa a todos de algún modo.

Gráfico 3: Frecuencia de ansiedad elevada por grupo de edad. En este ejemplo, vemos que las personas de mediana edad (35-49 años y 50-64 años) reportan ligeramente más episodios de ansiedad frecuente que los grupos más jóvenes o mayores. Esto podría relacionarse con la “etapa sandwich” de responsabilidades: trabajos exigentes, crianza de hijos, cuidado de padres ancianos, etc. Los jóvenes adultos también muestran una tendencia alta, vinculada a la incertidumbre de establecerse en la vida. Los mayores de 65, aunque también sufren ansiedad, pueden tener niveles algo menores de ansiedad intensa, quizá reflejando ajustes tras la jubilación o menores presiones sociales directas.

Byung-Chul Han habla también de la depresión y el síndrome del agotamiento (burnout) como las dos caras de esta patología de la modernidad. Nos vaciamos por sobreesfuerzo y después caemos en el pozo de la apatía, que es otra forma de parálisis. Es notable cómo muchos cuadros de ansiedad terminan llevando al agotamiento, y cómo el agotamiento prolongado puede llevar a la depresión –que a veces se describe como “ansiedad agotada”, cuando ya ni fuerza para estar ansioso queda, solo un vacío gris–. Este ciclo es profundamente preocupante, y lo vemos reflejado en datos sanitarios: las bajas por ansiedad y depresión se han disparado, el consumo de ansiolíticos y antidepresivos aumenta año tras año en numerosos países. Y tras la pandemia por COVID-19, estas tendencias se acentuaron aún más, al menos temporalmente, pues la incertidumbre global llegó a su pico.

Frente a esta sociedad ansiosa, surgen también movimientos y búsquedas de alivio. Desde la creciente conciencia sobre la salud mental (hoy es más común hablar abiertamente de ir a terapia, cosa impensable décadas atrás) hasta el redescubrimiento de filosofías de vida más lentas (slow life, minimalismo, meditación). No obstante, existe el riesgo de que incluso estas soluciones se mercantilicen o se vuelvan nuevas exigencias de rendimiento: “deberás ser relajado y mindful, productivo pero zen”, ¡una contradicción en sí misma! Encontrar un equilibrio auténtico es quizás el gran desafío personal y colectivo de nuestra era. Para ello, necesitamos no solo técnicas individuales (respirar, hacer yoga, etc.), sino replantear valores: qué consideramos éxito, qué ritmo de vida aspiramos a llevar, cuánto es suficiente. Y, muy importante, recuperar lo comunitario: nadie sale de la ansiedad completamente solo; el apoyo mutuo y el sentido de pertenencia son ansiolíticos naturales potentes que a veces olvidamos en sociedades individualistas.

4. Reconocimiento y vínculos en tiempos de incertidumbre

En medio de tanto deseo vuelto ansiedad, de tanta libertad vuelta parálisis, emerge una necesidad humana básica que a veces descuidamos: la necesidad de reconocimiento y de vínculo. Axel Honneth nos recuerda que sentirnos reconocidos por los demás –ya sea en la esfera del amor, del derecho o de la solidaridad social– es fundamental para nuestra autoestima y bienestar. ¿Qué ocurre cuando, como pasa a menudo hoy, sentimos que “da igual lo que haga, a nadie le importa” o “soy uno más, prescindible”? Ocurre que el deseo decae, la motivación se erosiona y puede nacer el resentimiento o la desorientación. Un joven que se esfuerza en su trabajo precario pero es tratado como descartable, con un salario injusto y ningún “gracias” genuino, difícilmente mantenga la chispa de querer dar lo mejor. Una persona que se expresa en redes con la esperanza de ser escuchada y solo recibe indiferencia o ataques anónimos, quizá se repliegue con dolor. Somos seres sociales: nos construimos en el espejo de las miradas ajenas.

Richard Sennett también subraya cómo los vínculos comunitarios y familiares se resienten en la modernidad líquida. Si todo es temporal y flexible, ¿cómo forjar relaciones duraderas basadas en la confianza? Cuando uno teme que el otro (sea un empleador, un amigo o una pareja) puede descartarte ante cualquier dificultad, es fácil caer en dinámicas defensivas o superficiales. Y, sin embargo, esos vínculos de confianza son justo lo que necesitamos para sentirnos seguros en la incertidumbre. Es un verdadero contrasentido: el sistema nos vuelve competidores y nos aísla, justo cuando la solución a muchos de nuestros males sería estar más unidos, cooperar, compartir. Erich Fromm lo advirtió en Psicoanálisis de la sociedad contemporánea: tendemos a llenar vacíos emocionales con consumos o entretenimientos, cuando lo que ansiamos en el fondo es conexión humana real. Él hablaba de la “orientación de tener” vs. “orientación de ser”: acumulamos cosas o logros (tener) pero nos olvidamos de simplemente ser con otros, en experiencias de amor, amistad, juego, creatividad compartida.

Tomemos por ejemplo la ansiedad que produce el sentir que la vida es una carrera donde solo importan los resultados individuales. ¿Qué pasaría si en lugar de competir, cooperáramos más? Seguramente muchos miedos se diluirían. Axel Honneth diría que en comunidades donde se practica el reconocimiento mutuo –es decir, donde las personas se tratan con respeto por su dignidad intrínseca, se valoran los aportes de cada quien y se cuidan entre sí–, es menos probable que arraigue esa sensación de “no puedo con todo, estoy solo, nada tiene sentido”. Un buen amigo o amiga que te diga “te veo esforzarte y valoro lo que haces” puede ser balsámico cuando el mundo laboral te ningunea. Un grupo activista donde cada pequeña victoria se celebra colectivamente puede contrarrestar la frustración que produce la inacción política a gran escala. En resumen, pertenecer y ser visto son antídotos contra la parálisis y la desesperanza.

Por supuesto, no idealizamos la comunidad: también puede agobiar o imponer normas asfixiantes. Pero tras décadas de exaltación del individuo, es refrescante redescubrir la importancia de lo común. Daniel Innerarity habla de aprender a vivir en la complejidad e incertidumbre con inteligencia colectiva. Según Innerarity, en un mundo tan complicado ningún individuo, por brillante que sea, tiene todas las respuestas; necesitamos inteligencia compartida, deliberación colectiva, para navegar la niebla del futuro. Traducido a nivel personal, esto sugiere: apóyate en otros, comparte tus dudas, construyan juntos. Cuántas veces una preocupación que nos paraliza se relativiza al hablarla con un amigo: “¿sabes? a mí me pasa igual” –y de pronto ya no te sientes un bicho raro–. O cuántas decisiones imposibles se vuelven manejables cuando pedimos consejo y contrastamos perspectivas.

En la era de la ansiedad, cultivar vínculos de confianza es revolucionario. Es ir contra la corriente de la hiperconexión vacía (mil contactos pero ninguna conversación profunda) y apostar por menos pero mejores relaciones. También implica buscar reconocimiento de formas sanas: no se trata de anhelar aprobación constante de desconocidos en internet, sino de rodearte de quienes aprecian genuinamente quién eres, con tus luces y sombras. Esto puede ser familia, o amigos, o colegas afines, o comunidades en torno a intereses compartidos (arte, deporte, voluntariado, lo que sea). Lo importante es no quedarse aislado en la burbuja de la propia mente ansiosa. Ahí es donde los monstruos crecen descontrolados. Afuera, en el contacto humano, suelen encogerse.

5. Bienestar, plenitud y el valor de lo imperfecto

Hemos pintado con franqueza un cuadro de malestares: deseo insaciable, parálisis, ansiedad, falta de reconocimiento. Llegados a este punto, cabe preguntarse: ¿y entonces, cómo avanzamos hacia el bienestar? ¿Existe la plenitud en esta era convulsa o es una quimera más? Para abordar esto, conviene ampliar la idea de bienestar. No es solo estar felices o tranquilos todo el tiempo –eso sería irreal y hasta aburrido–. Más bien, pensemos en bienestar como plenitud de vida, como florecimiento humano en términos de la psicología positiva.

Hay dos conceptos de bienestar que suelen contrastarse: el hedónico (placer, disfrute, satisfacción momentánea) y el eudaimónico (sentido, realización personal, sentirse pleno haciendo algo con valor). En la antigua Grecia, Epicuro hablaba de felicidad como placer moderado (hedonismo), mientras que Aristóteles hablaba de eudaimonía, una vida buena ligada a la virtud y la autorrealización. En nuestra historia personal, ambos importan: necesitamos momentos de alegría sencilla (reír con amigos, saborear una buena comida, descansar sin culpa) y también esa sensación de “lo que hago vale la pena”. El problema es cuando ninguno de los dos está presente de forma suficiente: ni disfrutamos ni le hallamos sentido a lo que hacemos. Lamentablemente, muchos jóvenes se sienten así ahora.

Las teorías contemporáneas del bienestar (por ejemplo, las de Martin Seligman o Corey Keyes en psicología) señalan componentes como: emociones positivas, involucramiento o flow (estar absorto en una actividad gratificante), relaciones positivas, significado vital y logros. Curiosamente, de esos cinco, al menos cuatro tienen que ver con experiencias cualitativas, no materiales. No requieren ser rico o famoso; requieren actitud y contexto favorables. Por ejemplo, cualquiera puede experimentar un estado de flow haciendo algo que le apasiona (pintar, programar, jugar al fútbol, tocar la guitarra) cuando logra concentrarse plenamente en ello. Ese tipo de experiencias suelen acallar la ansiedad porque nos anclan en el presente y en una sensación de competencia y control (¡estoy pudiendo con un desafío!). El significado vital, por su parte, tiene que ver con sentir que nuestra vida importa, que contribuimos en algo más grande que nosotros (ayudar a otros, crear belleza, difundir conocimiento, cuidar el medio ambiente, lo que resuene con nuestros valores). Cuando encontramos ese “para qué”, el “no puedo” pierde fuerza, ya que incluso si es difícil, vale la pena intentarlo.

Aquí es útil retomar a Erich Fromm: él creía que la salud mental en una sociedad alienada dependía de recuperar la capacidad de amar (en sentido amplio) y de crear. Amar, entendiendo amar como un acto activo de cuidado, respeto, responsabilidad y conocimiento de otro ser (sea persona, animal, naturaleza). Crear, no solo arte, sino también soluciones, ideas, mejoras en nuestro entorno. Ambas son expresiones de ser en lugar de tener. Cuando amamos y creamos, nos sentimos vivos y con poder (no poder sobre otros, sino poder interior, agencia). Y entonces el bienestar deja de ser esta cosa efímera que viene de consumir o de lograr X objetivo externo, y pasa a ser casi un subproducto de vivir con autenticidad.

Por supuesto, nada de esto niega que necesitamos ciertas bases materiales y sociales para florecer: es difícil filosofar sobre el sentido de la vida si uno no tiene para comer o si sufre discriminación sistemática. Por eso, el bienestar personal está ligado al bienestar colectivo. Sociedades más justas, con menos desigualdad, tienden a producir gente más satisfecha y menos ansiosa. No es casualidad que en encuestas globales de felicidad o calidad de vida suelan figurar en los primeros puestos países con estados de bienestar robustos, baja inequidad y comunidades cohesionadas. Aun así, como vimos, incluso en esos lugares la búsqueda de sentido personal sigue siendo crucial.

Dicho todo esto, debemos reivindicar el valor de lo imperfecto. ¿Qué significa esto? Que parte del bienestar es aceptar que no estaremos bien todo el tiempo, que la vida conlleva dolor, dudas y caídas. Y eso no es un fallo, es condición humana. La era de la ansiedad a veces nos hace sentir que si no somos felices 24/7, algo anda mal en nosotros. Las redes sociales contribuyen a esa ilusión de vidas perfectas. Pero abrazar la propia imperfección –y la del mundo– puede ser extrañamente liberador. Es decirse: “hoy no puedo con todo, y está bien. Me perdono por no ser invencible”. Paradójicamente, cuando uno se permite flaquear, recupera antes las fuerzas.

La psicología actual promueve mucho la autocompasión: tratarnos con la misma comprensión con que trataríamos a un buen amigo que sufre. En vez de fustigarnos por nuestros “fallos” (no logré tal cosa, me dio pereza aquello, volví a sentir ansiedad, etc.), aprender a darnos un respiro y animarnos con cariño. Esta autocompasión no es conformismo, es un descanso para seguir adelante con más claridad. Si cada vez que tropiezo me insulto a mí mismo, ¿cómo voy a querer volver a intentarlo? En cambio, si me digo “ok, hoy tropecé, mañana será otro día, ¿qué puedo aprender?”, es más probable que siga en movimiento.

Finalmente, bienestar es equilibrio dinámico, no una meta estática. Es como andar en bicicleta: tienes que seguir pedaleando y ajustando el peso, a veces frenar, a veces acelerar. Algunas temporadas serán más serenas, otras más caóticas. Y no siempre todo estará bien al mismo tiempo (trabajo, amor, salud, dinero… suele haber algún frente en crisis mientras otros van bien, y va rotando). Quizás el secreto es aprender a surfear esas olas, en vez de esperar que el mar esté totalmente en calma para ser feliz. Porque ese día quizá no llegue, y la vida se nos habría ido esperando.

6. Conclusión: abrazar la incertidumbre con esperanza

“Quiero, luego no puedo” expresa una dolorosa realidad de nuestro tiempo: la brecha entre lo que anhelamos y lo que sentimos capaces de hacer. A lo largo de este ensayo hemos desmenuzado las fuerzas que tensan esa brecha –desde dinámicas psicológicas internas hasta estructuras sociales y económicas externas–. No es sencillo resolver esta contradicción. No existe una fórmula mágica para que de pronto desaparezcan la ansiedad o la parálisis. Pero, tras este recorrido, emergen algunas pistas valiosas.

Una de ellas es entendernos mejor a nosotros mismos. Saber que si me siento bloqueado no es porque sea perezoso o “débil” sin más, sino porque hay mecanismos profundos (como el miedo al error, la saturación de opciones o la falta de reconocimiento) operando en mí. Y esos mecanismos se pueden trabajar. La terapia, la reflexión personal, incluso conversar con amigos íntimos sobre nuestros temores, ayuda a sacar esos fantasmas a la luz. Lo que entendemos, lo que nombramos, pierde algo de su poder tiránico sobre nosotros. Encarar la pregunta: ¿qué es lo que realmente deseo yo, y qué es lo que otros han instalado en mí que debería desear? puede ser revelador. Tal vez descubramos que algunas de las cosas que nos paralizan ni siquiera eran sueños propios, sino cargas ajenas asumidas. Soltarlas libera energías.

Otra pista es buscar aliados, no hacerlo solos. La ansiedad se alimenta del aislamiento y del secreto. Romper el silencio –admitir que no podemos con todo, pedir ayuda cuando haga falta– es en sí un acto de valentía y de sanidad. Como generación, empezar a hablar abiertamente de estos temas (deseo, miedo, bloqueo) ya ha comenzado a cambiar las cosas. Cada vez hay más discursos sobre salud mental, sobre bajar el ritmo, sobre redefinir el éxito. Estamos en una transición cultural interesante: del mantra “tú solo y adelante” quizá a un “juntos es más llevadero”. Las comunidades, las redes de apoyo, pueden marcar la diferencia entre alguien que se rinde y alguien que encuentra fuerza en otros para seguir.

También está la pista del cambio social. No podemos obviar que muchos sentimientos individuales de “no puedo” tienen raíces colectivas. Esto implica que, si bien trabajamos en nosotros mismos, también vale la pena trabajar por mejorar las condiciones para todos. Participar en movimientos que promuevan bienestar –sea luchar por derechos laborales más justos, por acceso a vivienda, por educación mental en colegios, etc.– nos empodera doblemente: por el propósito que da y por los frutos que puede rendir en la comunidad. Sentir que contribuimos a que quizá la próxima generación sufra menos ansiedad porque habrá más soporte es darle sentido a nuestro propio sufrimiento, convertirlo en semilla de algo nuevo.

Al final, abrazar la incertidumbre con esperanza podría ser la síntesis. La incertidumbre no va a irse; es parte de la vida y más en este milenio convulso. Pero podemos hacer las paces con ella, verla casi como una compañera de viaje: incómoda a ratos, sí, pero también indicio de que todo es posible, de que la página no está escrita y por tanto podemos influir en la historia. Tener esperanza no es ser ingenuo; al contrario, en tiempos de ansiedad, la esperanza es un acto radical. Es decir: “no sé qué pasará, pero confío en que hay posibilidades de bien, y voy a actuar en consecuencia”. Es, en cierto modo, volver al “quiero, luego puedo”, pero ya no como un dogma simplón, sino como un acto de rebeldía contra el miedo.

Imaginemos concluir este ensayo no con un cierre contundente, sino con una apertura: un joven, una joven, quizás tú que lees esto, cierra el PDF y se queda pensando. Nada en el mundo externo cambió en ese minuto –los desafíos ahí siguen–, pero tal vez algo interno se movió. Tal vez identificaste una cadena sutil que te ataba y ahora ves el candado. Tal vez te sentiste comprendido, acompañado en tu dilema. Tal vez surgió una chispa de motivación por llamar a ese amigo, retomar aquel hobby, o simplemente descansar sin culpas esta noche porque entiendes que te lo mereces. Si algo de eso ocurrió, este ensayo ha cumplido su cometido. Porque no pretendemos dar respuestas finales, sino acompañarte en las preguntas y recordarte que no estás solo en ellas.

La era de la ansiedad es dura, sí. Pero no estamos indefensos. Somos la era de la creatividad, de la conexión global, de la sensibilidad emergente. Por cada traba, hay un ingenio buscando una vía. “Quiero, luego no puedo”, decíamos al principio, con tono derrotista. Concluyamos reformulando: “Quise y no pude… aún. Sigo queriendo, sigo intentando”. Puede que no podamos con todo, pero podemos mucho más de lo que creemos cuando nos apoyamos, cuando nos damos tiempo y cuando enfocamos nuestros deseos en aquello que nutre la vida. La historia sigue abierta y nosotros somos parte de ella. Adelante, con todo y miedo, pero adelante.

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