Gaza, El Pianista y la Memoria

Que No Queremos Mirar

Parece una distopía, pero es el presente. Gaza no es solo un conflicto, es un símbolo. Un símbolo de lo que ocurre cuando la humanidad decide ignorar el sufrimiento ajeno y justificar lo injustificable. Quien haya visto El pianista recordará esas escenas de miseria, aislamiento y humillación sistemática en el gueto de Varsovia. Y sin embargo, muchos hoy se resisten a ver los paralelismos que la realidad —desgarradora— está colocando frente a nuestros ojos.

Gaza es, en gran medida, un gueto. Encerrada, sitiada, castigada por todos lados. Dos millones de personas confinadas, sin posibilidad de escapar, sin agua potable, con los hospitales colapsados, y con la amenaza constante de un misil o una demolición. ¿Cómo se puede vivir así? ¿Y más aún: cómo puede el mundo seguir mirando hacia otro lado?

La historia de Palestina es también la historia de la dominación. Primero bajo el Imperio Otomano, que la gobernó durante siglos hasta su colapso en la Primera Guerra Mundial. Luego bajo el Mandato Británico, que prometió simultáneamente un hogar para los judíos en Palestina y el respeto de los derechos de los árabes que ya vivían allí, sembrando la semilla del conflicto moderno. Más tarde, tras la creación del Estado de Israel en 1948, Palestina fue objeto de una serie de guerras, expulsiones y ocupaciones. Y, desde entonces, el respaldo incondicional de Estados Unidos a Israel ha consolidado un equilibrio de poder que ha marginado sistemáticamente a los palestinos. No es solo un conflicto: es una sucesión de sometimientos que han perpetuado el despojo.

El cine nos ha enseñado muchas veces que la barbarie empieza siempre por la deshumanización del otro. En El pianista, el personaje interpretado por Adrien Brody sobrevive en una ciudad en ruinas, donde la música se convierte en un acto de resistencia y dignidad. En Gaza, cada gesto cotidiano —preparar comida, acudir a la escuela, buscar medicinas— es también un acto de resistencia. Pero el relato es otro. En vez de héroes, se pinta a toda una población como amenaza. En lugar de víctimas, se etiquetan como enemigos. Ese es el poder de la propaganda: convertir a un pueblo sitiado en culpable de su propio sufrimiento.

Como explica Ilan Pappé en Historia de la Palestina moderna, esta no es una situación nueva ni accidental. Desde principios del siglo XX, la historia palestina ha sido sistemáticamente borrada o tergiversada. La Nakba de 1948 —la expulsión de más de 700.000 palestinos de sus tierras— no fue una consecuencia inevitable de la guerra, sino un plan estructurado de limpieza étnica. El propio Pappé demuestra cómo los archivos israelíes revelan operaciones detalladas para vaciar aldeas y borrar su existencia. Gaza, como resultado de estas expulsiones, se convirtió en el mayor campo de refugiados del mundo. No se entiende el presente sin revisar ese pasado cuidadosamente silenciado.

Y como si no fuera suficiente, ahora surgen noticias de que se planea construir un parque temático sobre los escombros. Sí, un parque temático. Una atracción turística sobre una tierra que aún sangra. No es una metáfora: es un síntoma. El síntoma de una época que ha sustituido la memoria por el espectáculo, el duelo por el negocio. Convertir Gaza en un parque de atracciones sería como levantar un centro comercial sobre Auschwitz. Pero eso no lo permitiríamos, ¿verdad?

El problema no es solo político, es moral. Cuando normalizamos lo anormal, cuando aceptamos la violencia como rutina, dejamos de ser espectadores: nos convertimos en cómplices. Y lo peor de todo es que ya no hace falta que nos mientan. La información está ahí, las imágenes también. Solo hace falta un poco de sensibilidad, un poco de memoria, un poco de vergüenza.

En otro capítulo esencial del libro de Pappé, se explica cómo la política de asedio y castigo colectivo ha sido una herramienta habitual para controlar a la población palestina. El caso de Gaza no es una excepción moderna, sino la continuación de una lógica histórica de represión sostenida. Desde la imposición de bloqueos hasta los bombardeos cíclicos, se trata de una estrategia de desgaste prolongado. Pappé lo llama con claridad: un apartheid de manual.

Porque al final, lo que está en juego en Gaza no es solo el futuro de su gente. Es también el nuestro. Es nuestra capacidad de recordar, de indignarnos, de actuar. Es nuestra humanidad la que se pone a prueba cada día que callamos. Y si no aprendemos de la historia, la historia nos volverá a aplastar. Esta vez, con escombros reales y gritos silenciados por la costumbre.

Gaza es hoy el espejo más doloroso que tenemos delante. Y aún así, seguimos sin querer mirarnos.